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Piedra que germina II

La tierra hace que toda penetración a su interior

se estrelle contra ella.

Martin Heidegger.

 

Una piedra es una acumulación silenciosa de sedimentos, de capas que se aglutinan una tras otra. Una piedra congrega el mineral y la tierra. Una piedra de Durango está amalgamada con el hierro, con la tierrita del Calvario y la pesadez del cerro de Mercado. Si una piedra de pronto tuviera el impulso de indagar en los adentros de esa capa oscura e informe, tendría que ser voluntariosa, apasionada, para querer hundirse en lo que es ella misma. Así es el impulso que hace de un hombre un poeta, la búsqueda, la excavación.

Toda voluntad humana obedece a un conocimiento, a la domesticación de algo. Nuestras acciones parten de aquello no dominado y para descubrir el propio conocimiento es necesario ir al corazón de la tierra. Así lo hizo Rafael Hernández, indagó en las profundidades y el movimiento de sus versos fue de este afán. Es un movimiento intuitivo que se va forjando, como el hierro en el fuego: “Y así voy aprendiendo a ser hombre/ por ti,/ como el árbol aprende a ser árbol/ por la tierra,/ como las aves aprenden a ser aves/ por el cielo,/ como los espacios muerden a los espacios/ conjugándose a sí mismos.”

En estos versos, la raíz entra buscando profundidad, es un símbolo que rompe obstáculos, pero lo hace en ambas direcciones ya que también sueña con el ave. Ir hacia adentro nos permite ver el firmamento con el que soñamos, porque el sueño es un asunto mineral, que lo mismo nos lleva a las entrañas, a las raíces, que a la roca que es también estrella: “Juntos viajamos,/ hicimos el viaje/ de la estrella a la rosa;/ de la rosa a la estrella,/ viaje eterno hacia tus ojos”.

Pero hay otra verdad que nos devela la raíz, el árbol, la planta; sus cepas beben de la tierra mineral que las constituye, las levanta en una suerte de estructura natural, las flores: “Finísimas agujas de metal/ azules y violetas y amarillas/ abren los ojos del paisaje. Hernández Piedra toma la palabra de la tierra y la hace circular en nuestras venas, le da vida y crece en nuestro interior, como savia en nuestro cuerpo.

La belleza del reino vegetal de estos poemas nos inunda los ojos. Sus entrañas nos llevan al humus, a los sedimentos del suelo, donde las raíces rompen dulce y pacientemente las capas que nos resisten y logran sostenerse para mirar al sol, nutrirse de él, y luego soñar con las estrellas. Pero antes, en la línea que dibuja con la mirada, el poeta se ha tropezado con más tierra, con más estructura y llega hasta un muro de adobes: “Y el silencio del aire,/ sereno,/ cálido,/ frutal,/ ¡durangueño!/ llega hasta mi sangre. Esta contemplación produce un viento, una aspiración. Recordar nuestra tierra es volver a la sangre, proporciona a los glóbulos el mineral que necesita. Su visión nos oxigena, nos hincha las venas y creemos ver surgir la pasión. Ese ímpetu nos impulsa como amortiguador ante este deseo de vértigo, de caída, de fatalidad. La pasión busca expresarse y por eso tiende raíces, esparce hojas, entrama una red en el inframundo o hacia el cielo: “Irás creciendo, Ciudad,/ —trampolín de acero a la luna—  …a 300,000 kms. por segundo,/ radio o aviones,/ surcos en el cielo,/ pensamientos o pedazos de hierro”. Es como un río caminero de mil voces interiores que explora la superficie con sus ramas. Así el hombre planta sus cimientos y hace visible su pasión y su voluntad.

Toda estructura viene de la tierra, prueba de esto son los siguientes versos: “Stalingrado:/ Ciudad de acero/ pegada a la tierra. El acero y sus concretos, la arcilla y la cal, en fin, toda ciudad, proviene de la tierra. Sus cimientos nos recuerdan la muerte porque la pasión con la que construimos, ese impulso ferviente que es férreo, es un embrujo, es una danza que la fogosidad urde para enamorarnos del precipicio y de la caída: “lo queremos nosotros/ a quienes nos corre por dentro/ una angustia de trenes desbocados,/ lo quieren los asesinos,/ lo quieren las heridas,/ los remordimientos,/ los cementerios”.

En la obra de Hernández Piedra el hierro es la promesa de la civilización. Nos ancla y aprisiona en isla de tierra pero nos separa en su distancia. Por la sangre corre el hierro y por la sangre van nuestras raíces, siempre pesadas y poderosas como una cadena: “como en la vida, en este crepúsculo de rosas, algo me impulsa a seguir el camino orientado por la voz de la tierra”. Sin embargo, hay algo más en ella. Esta tierra dirige al norte toda energía, mueve las entrañas a su campo, le atrae y la vigoriza, llega/ con motor perfecto de corazón humano. Asimismo, la tierra seduce con esa fuerza imantada que se siente en nuestras venas. El hombre conduce la energía, la aprovecha y se sirve de ella, pero la técnica, la verdad esencial de la tecnología es separar. La civilización lleva al hombre a su superficie lisa, a su camino de espinas achatadas. De pronto, se ve en medio de un mundo de progreso, de caminos pavimentados, en medio de todo recubrimiento, de toda fachada, de toda fatalidad pospuesta, endulzada: “para el dolor tenemos medicina y después de la muerte viene el paraíso”, dice la civilización.

Pero ahí está el poeta, desvelando aquello que lleva en su esencia ocultarse. Deja ver la podredumbre, la entraña, la tierra: “Tu ausencia me desgarró/ en una lenta oxidación,/ sangre,/ sentimientos,/ labios,/ palabras. Se pierde en esta necesidad de escarbarse, de desmoronarse. Busca también el fuego que lo consuma, la pasión por la que clama, esa suerte de inconsciencia a la que se abandona y que toda civilización busca erradicar.

Finalmente, el poeta alcanza el fuego, la llama que lo purifica. Cierto, la poesía no preserva, sino que alumbra al ser, lo inflama: “Aquí/ con un clavo ardiendo en la conciencia,/ con un grito apagado en la garganta”. Su suerte es roja por el hierro oxidado en un ocre desgajado que también se fortalece al rojo vivo. Cuando el hierro se forja sale a relucir su esencia, se manifiesta.


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