Acaricio
la palabra: durante tanto tiempo en la oscuridad sus voces me han acompañado,
siempre en la soledad de mis sueños. Pero vuelvo a ella, vuelvo a su luz ahora
que estoy solo, que mis esperanzas han palidecido, que la fe ha muerto. Este
cuerpo que se bautiza ahora con el vapor, hablará como una espada que se ha
sumergido en la tierra, que ha hundido su cuerpo en la tez morena del campo y
que ha brillado con los rayos de otras latitudes, hablará desgranando palabras
en el óxido de sus años, con el timbre hueco de esta caja a punto de cerrarse.
Algo
tiembla, es un trueno apagado que recorre las paredes, yo estoy entre el vaho
de mi sudor y las gotas sutiles que me abrazan. Se sacude la tierra, sus
entrañas me regresan al útero, me succionan como un sexo anhelante, el dulce
reclamo del polvo. La tierra palpita, sus heridas van permeando este recinto de
donde huyen todos, intentando naufragar en un destino de roca, de tabiques que
caen y varillas que explotan, pero la tierra me reclama, ha dado un grito que
estos muros ahogan, la escucho, por mis huesos habla, y el ritmo de la poesía
vuelve por ella.
Astillas,
huecos van quedando en mí, la sangre como una señal se va mezclando con el
agua, los trozos se precipitan como sílabas que me injertan una muerte, ya voy
a la palabra, y sus acentos me albergan, quiero estar en ella, no busco
salidas. Las esquirlas son balas, siento la vida caer en cascada, la recibo; a
ella voy gozoso, al reencuentro con el amor que me arrancaron —mañana harán dos
meses—.
Dejo
la pasión de carne en estos morenos despojos y vuelvo a ese que abandoné hace
ya mucho tiempo, al amor que ahora me encuentra: vuelvo al verbo.
El
poeta es también sujeto histórico: Rafael Hernández Piedra murió ese septiembre
del 85 durante el temblor en la Ciudad de México —a la misma edad que su amigo, el poeta español Pedro Garfias—, lejos del terruño, probablemente
sepultado en los escombros del Hotel Regis. Nunca se encontraron sus restos. Fue
un poeta fundamental en la historia de la literatura de Durango. Nace en 1919,
joven entre los versos y en la política, a la que se encaminó en cuerpo y alma
desde los 33 años. Su campana dejó de repicar a esa edad, en la que conoció a
la que fuera su esposa, y dejó el verso para ir ocupando los más altos rangos a
los que un ciudadano puede llegar en el servicio público.
Su obra poética apenas sobrepasa las 150 páginas, e incluye referencias como Pablo Neruda, Efraín Huerta, Miguel de Unamuno, León Felipe y Pedro Garfias. El Cantar de los cantares se expresa en su segundo poemario con referencias textuales que enriquecen sus diez “Cantos”.
Escribió dos poemarios y tres poemas de largo aliento con el claro ímpetu de quien quiere ser poeta y quizá... lo confiese. "Breves apuntes para un poema" su primer libro, perfila este deseo de alcanzar la Poesía. En este, el empleo profuso de adjetivos devela una necesidad imperiosa de comunicarse. Hernández se ubica en lo que Jorge Guillén ha definido como el lenguaje insuficiente[1] - que sitúa a Bécquer como lo inefable soñado-: lo que sabe espiritualmente el poeta místico es intraducible, lo mismo que el profano, que se nutre de la ensoñación y que ante lo que ocurre en su interior, encuentra precarias a las palabras. Por esto comienza a fundar un lenguaje.
Este punto es angular en Hernández
Piedra ya que en sus primeros intentos en la poesía va erigiendo un léxico con
los colores. Comúnmente se cree que, ante la falta de vocabulario, el poeta
novato abusa de la adjetivación y recurre fácilmente a “la blanca nube”, al
“verde campo”. En este caso, la poética de Rafael los va convirtiendo en
depósito de una serie de valores; el blanco, el rojo, ya no son los accidentes
de la sustancia. Representan algo en sí mismos, no son lo contingente, se
muestran con toda su ostentación. Así, Hernández Piedra da un paso más allá de
la forma más elemental de la metáfora: la comparación no nos habla de aquello
“blanco como la nieve”, nos habla del rojo que es algo, que es eso, lo que
ciega al poeta y le orilla a nombrar, sin adorno, sin adjetivo, como una suerte
de pintor de las ideas. El color se encarna y surge como dueño de una sustancia
otorgada por la intuición del poeta. El juicio de valor íntimo es un, juicio de valor en el que se convergen todos
los valores imaginarios[2], concurren en la memoria, toda una
serie de elementos subconscientes, que son fuente de la ensoñación, de la
imaginación, el poeta ha echado mano de los colores para intentar trasmitir esa
realidad interna que vive.
Nos dice Gastón Bachelard que toda imagen material adoptada
sinceramente es inmediatamente un valor [3].
La memoria acude a esas visiones de lo que hemos aprendido, apresado en nuestro
interior cuando el alma ha estado lo suficientemente despejada para recibirla,
para darle espacio, un color, una visión. Así forjamos un objeto, un escenario
que nos conmueve, y que queremos volver a ver, como atmósfera, como un halo que
da libertad. Hernández Piedra es un pintor abstracto que busca despertar esas
visiones concretas en la intimidad de cada uno de nosotros.
El rojo es una pasión mineral: paracelso calcina el mercurio hasta que se manifieste con su hermoso color rojo o como dicen otros adeptos: con su hermosa túnica roja[4]; con este color, nuestro poeta despliega toda una obra ardorosa y férrea. Para él, decir azul es traer otro orden de valores, no solamente el cielo, sino la pureza, lo diáfano. Como expresó Bachelard en el reino de la imaginación material, el verde es acuático[5] y en la poética de Hernández Piedra es la fuerza natural, el rostro visible de la raíz, su representación de una verdad de la raza. Entonces escribe: Juárez este día hemos conocido tu voz verde. Luego el blanco busca emerger de la negrura, un ente así, vence la historia de las tinieblas, no limpia, como el azul que es ingenuo, lo blanco en nuestro poeta, es una estadía que sobrelleva a todas las tonalidades en sí mismo, en esta sintonía, el amarillo enriquece la mirada, es la abundancia que cosecha.
Pero hay también unas tonalidades con las que Rafael
empapa su pincel. Lo desteñido, pálido, es el valor seco, tenue, cada hombre pardo contrasta con lo
moreno que, para él, es la pasión y la sensualidad, lo que acerca a la tierra y
lo estrecha con su estirpe: hermano moreno de la tierra morena,/ oscuro
camarada de todo lo nuestro.
Estos matices transcurren también en una gama temática, que no dejó de lado la poesía social: esa efervescencia política que iba sacudiendo a otros tantos escritores, entre ellos a su coterráneo Alexandro Martínez Camberros, quién le dedica unos versos bautizándolo en las letras e invitándolo a las filas del Partido Comunista. Hay en estos textos un impulso por reiterar: multiplicadas las multiplicaciones, cuyo camino es enfatizar y dar cierto ritmo a los versos. En cuanto a esto, todavía se distinguen algunas rimas asonantes como en el poema "Tres cantos nocturnos en busca de una mujer". Es un libro que habla de Durango, su tierra a la que nunca olvidará en sus versos. Estas líneas van de la primera a la segunda persona, le hablan al lector y a momentos conversan con un "tú". Son palabras sencillas que se disfrutan.
"Grito de amor en la tierra" es un volumen de poemas que representa lo más completo de su obra. En este crisol de voces se explora tanto la brevedad cercana al aforismo como la fluidez de los poemas en prosa. El lenguaje es insuficiente, desborda la página y las ideas llegan en avalancha. También encontramos metáforas del paisaje: Se alarga indefinida la presencia del crepúsculo. Asimismo, para Hernández Piedra un poema consiste en tratar de definir a la mujer, es una poética de misterio, de inalcanzable vínculo con la hondura femenina. Aparecen aquí unos versos enigmáticos que inspiran el ensayo de Beatriz Quiñones "Memoria de la angustia", debido a que en sus palabras que son la voz de la confesión, se escuchan los amores subrepticios hacia niñas apenas vírgenes, hijos secretos, esos cariños inconfesables, amores que solamente pueden tomar forma en el poema, como esquirlas que detonan pétalos rojos.
Los poemas de las sombras buscan una
grieta en los versos. Aquí podemos encontrar el germen del desencanto que
mostrará Hernández Piedra en su último poema de largo aliento. Se expresa con una
voz de despedida, del otoño y sus caídas, temas sumamente extraños tratándose
de un poeta menor de treinta años.
“Juárez”, su primera publicación de
poema largo, es una loa al héroe con el que se identifica, un símbolo del ser
mexicano, de la paciencia del indígena que ofrenda su vida a la república.
Luego de este seguirán solamente dos grandes poemas. El primero “Al ángel de
carne y besos” es lo más depurado de su obra. Ofrece una voz hecha deseo,
plenitud, voluptuosidad. Es el canto del fruto maduro. “Canción del hombre ante
el paisaje nocturno” es un recuento de las pequeñas cosas, de lo vulgar, en una
estructura distinta de los versos. Aquí se reúnen los sentidos para describir
el ser de un pueblo y la decepción por la imposibilidad para decir lo
importante.
[1] Jorge Guillén, Lenguaje y poesía, Alianza Editorial,
Madrid, 1969.
[2] Gastón Bachelard, La tierra y las ensoñaciones del reposo,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2006, p. 63.
[3]
Ibid. p. 56.
[4]
Ibid. p. 60.
[5]
Ibid. p. 83.
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